jueves, 1 de marzo de 2018

Invierno almeriense


Cuando los pueblos empiezan a crecer en vertical y sustituyen sus casas encaladas de una o dos plantas por altos bloques de pisos, hay que acercarse hasta las esquinas y cruces de las calles para encontrar un poco de sol en las horas en las que, pasado el mediodía, el astro rey ya ha comenzado su camino hacia el ocaso.

En una de las últimas visitas a mi rinconcito preferido del mediterráneo, mi pueblo, no pude evitar asomarme al callejón, al que da la típica cocina-garaje de mi tierra. Y en las horas en las que tu madre tiene listo el potaje, el hambre empieza a picar, pero no todos los miembros de la familia están presentes, ese lugar lucía cálido y luminoso.

Más motivado por mi necesidad de vitamina D (que se acrecienta a medida que pasan mis años de residencia en el norte) que por el placer, me senté en el tranco de la esquina del callejón. Aquel lugar que me dio tantas glorias y penurias en mi infancia. Cuyo desnivel ocasionó multitud de peleas con mi vecino Juan Manuel porque no sabíamos si la pelota de tenis había botado fuera o dentro de aquel terreno que improvisábamos con una guita y dos cajas. Bueno, él si lo sabía: siempre botaba a su favor (jeje). Un bordillo amarillo seguido de losas con cuadros en relieve, donde nos jugábamos los tazos y estampas. Entonces la felicidad se resumía en que el tazo cayera en el cruce de relieves, justo antes de tu turno para tirar, y de esta manera poder voltearlo fácilmente y aumentar tu colección.

Así que ahí mismo me senté. Apoyé mi cabeza sobre el muro granulado, sonriendo a las caricias del cálido sol del invierno almeriense, mientras recordaba aquellos momentos de rodillas peladas. Cuando el callejón era un universo de posibilidades y las peleas duraban hasta la hora de merendar.